Ceremonia Hain de los Selkman
Ritual del Hain en Tierra del Fuego
Los días pasaban veloces, y la oscuridad de la noche lo invadía todo a horas muy tempranas. Era invierno; el paisaje de Tierra del Fuego aparecía cubierto de nieve y hielo. Los hombres se habían reunido lejos de las mujeres, para decidir acerca del lugar al que debían dirigirse. La elección no era trivial, pues allí se celebraría la ceremonia del Hain. Intuían que se trataba de una de las últimas celebraciones de un rito agonizante, pues la llegada de enfermedades desconocidas y el establecimiento de la estancia ganadera habían diezmado a su pueblo y destruido una forma de vida. Amputados de su riqueza cultural, los selk’nam u onas se esforzaban por mantener vivas sus costumbres. Los jóvenes, convertidos ahora en peones de estancia, apenas conocían sus tradiciones y los clanes ya no podían moverse a su antojo en un territorio cercado por el hombre blanco. Aun así, los ancianos luchaban por preservar «el misterio y la alegría de todo aquello que se les estaba escapando entre los dedos. Su nueva vida no daba lugar al ritual creativo y teatral del Hain, lleno de vida y fantasía, de drama y diversión»!
Los hombres acordaron que el primer campamento fuese levantado cerca de la orilla noreste del lago Fagnano en Tierra del Fuego, pero el fuerte viento los decidió a buscar un sitio más protegido. Una vez desarma das las chozas y guardado el equipaje en bolsas de cuero, la caravana caminó hacia el este. Cubiertos con grandes capas de piel de guanaco, los hombres llevaban la delantera portando arcos, flechas y herramientas. Las mujeres y los niños los seguían con bultos a cuestas. Después de varias horas de caminata a través de bosques y pantanos, el grupo se instaló a pocos pasos de la laguna de Pescados. Cada familia levantó su vivienda y encendió la hoguera que debía arder en el centro de la choza. Frente al campamento se extendía una amplia pradera con una pequeña elevación, verdadero escenario para la representación de los rituales.
A unos doscientos pasos del asentamiento se alzaría la Choza Grande, más grande y más alta que todas las demás. Como telón de fondo, el bosque cubierto de nieve. Tenenesk, el encargado de conservar y transmitir la tradición dentro del clan, dirigiría su construcción y más tarde, la ceremonia del Hain. Terminada la comida, llamó a su sobrino Toin para que lo acompañara al bosque. All se reunieron con los dems hombres para comenzar el trabajo. Siguiendo el programa, cortaron cerca de cincuenta troncos largos y gruesos. Tenenesk tomó site, los principales, y dispuso que fueran apoyados, uno contra otro, unidos en la punta. La armazón fue completada con palos más delgados y luego cubierta con yerbas recolectadas en la pradera. Taparon el piso con pasto y dibujaron una franja de un metro de ancho que, como un anillo, rodeaba toda la pared interior. All se sentarían los iniciados. La choza del Hain estaba terminada tal como fuera desde tiempos inmemoriales, ante la mirada expectante de las mujeres que observaban desde el campamento.
Ya de noche, Tenenesk relató a los hombres del clan la forma en que se había celebrado por primera vez esta ceremonia secreta tras la gran revolución originaria. Con voz pausada les contó cómo site de los más renombrados chamanes provenientes de distintas regiones construyeron el primer Hain. Cada uno cortó un árbol alto y lo trajo hasta el lugar de la choza. Tenenesk miró a los hombres y, como portador de la sabiduría de su pueblo, terminó diciendo: «Todos ellos eran hombres poderosos, y fueron los que fundaron esta fiesta secreta. Por esta razón deben levantarse antes que nada estos site pilares»?
Tránsito hacia el mundo de los iniciados
A la mañana siguiente, el 22 de mayo de 1923, Akukiol se levantó antes de que amaneciera. Salió y observó atentamente que las viviendas del campamento miraban hacia la choza ceremonial, aunque no veían su entrada. Comenzó a cantar. Las mujeres se le unieron acompañando la salida del sol. Cuando el astro luminoso alumbró tenuemente el alba entre nubes amenazantes, entonaron otra melodía marcando el comienzo del día en que se daría inició a la ceremonia del Hain. Eran cantos rituales para los meses de ese tiempo sagrado en Tierra del Fuego.
La mañana se nubló rápidamente dejando sentir un frío intenso y acuoso. Sólo dos jóvenes harían esta vez el solemne tránsito hacia el mundo de los iniciados o klóketen: Arturo de dieciséis años, hijo de Akukiol y de Halimink; y Antonio, de catorce, hijo de Nana. Ambos esperaban ansiosos el momento en que su guía los iría a buscar. Mientras, las mujeres preparaban arcilla de color rojo para las pinturas que cubrirían sus cuerpos.
Los guías reunieron a los iniciados en la choza de Halimink y Akukiol. Las madres acongojadas acariciaban a sus hijos. Parecían deshechas. En ese momento aparecieron las otras mujeres del campamento al son de un nuevo canto. Arturo y Antonio fueron despojados de sus mantos de piel y los guías les ataron los brazos a una vara que colgaba al interior de la choza. Les lavaron los cuerpos, y, sin esperar a que la piel estuviera seca, amasaron tierra roja con agua y un poco de grasa de guanaco con la que los embadurnaron.
En tanto, las madres pintaban en sus propias caras tres rayas blancas verticales, como una manera de explicitar que estarían separadas por mucho tempo de sus hijos. Sólo Akukiol lucía, además, un tocado de piel triangular que se alzaba como una corona. Era el símbolo de la kai-klöketen, la mujer de mayor jerarquía, la madre del candidato de más edad.
Mientras, los hombres se habían trasladado silenciosamente a la Choza Grande, lugar prohibido para mujeres y niños. De pronto, y ante la expectación general, desde ambos costados de la choza ceremonial aparecieron dos shoort completamente pintados de blanco ceniza, sobre los cuales resaltaba una gruesa línea de color rojo que descendía desde el cuello, por el centro del cuerpo, hasta los pies. Llevaban una máscara roja con pequeñas aberturas para los ojos y la nariz. Estos espíritus malignos empezaron a moverse muy lentamente sore la pradera. Sus pasos eran rígidos. Repentinamente saltaban, manteniendo sus puños cerrados y sacudiendo sus cabezas de un lado a otro mientras los hombres gritaban. Era el primero de un sinfin de ritos, bailes y juegos que representaban los mitos de la cosmogonía del mundo selk’nam. La ceremonia había comenzado en Tierra del Fuego.
Los klóketen fueron conducidos al interior de la Choza Grande, donde los hombres formaron un semicírculo alrededor de ellos. Arturo y Antonio fueron despojados de sus mantos mientras Halimink les ordenaba que mirasen hacia arriba. Los guías les tomaron las cabezas y las inclinaron hacia atrás. En ese momento los shoort se abalanzaron en lucha sobre ellos al son de los gritos del resto de los hombres. Los espíritus debían atemorizar a los klóketen más allá de lo tolerable, para desmoralizarlos desde un principio, de modo que más adelante se sometieran a las indicaciones y órdenes de los hombres presentes. Cuando la lucha cesó los guías obligaron a los klóketen quitar las máscaras a los short. Aterrorizados ante tal osadía, las levantaron lentamente y descubrieron con espanto el secreto de los hombres: los short y demás espíritus malignos del Hain no eran seres sobrenaturales surgidos de las profundidades de la Tierra, como les habían enseñado, sino hombres del propio clan.
Los espíritus -siempre enmascarados, siempre pintados con blanco, negro y rojo, cubriendo su desnudez con diseños inalterables y simbólico aparecían a diario durante los meses que duraba la ceremonia. Así velaban por el mundo mítico que habían construido los hombres selk’nam, el cual para las mujeres seguiría siendo un enigma.
Tras la ardua lucha con los shoort, Tenenesk entregó a cada kloketen, como primer signo de su adultez, su kochil, un tocado triangular de piel de guanaco. Además, les dio una vara para rascarse la cabeza durante las largas horas en que serían educados a través de la postura corporal, que consistía en mantenerse sentados con su brao izquierdo apoyado sobre su pierna izquierda mirando fijamente al frente. No les estaba permitido reír ni bostezar; sólo podían hablar para responder ciertas preguntas.
Sobre ellos pendía, además, la implacable amenaza de no contar a nadie, en especial a mujeres y niños, canto sucedía al interior de ese espacio sobrenatural. Superada la impresión del primer y más importante paso de iniciación, venía otra tapa fundamental: pasar la noche en el bosque. Era en esos parajes ancestrales, los mismos que habían recorrí do sus antepasados, donde los klóketen debían ser educados para lograr el fortalecimiento, el dominio de sí mismos y la sobriedad. En esas largas jornadas se harían diestros en el uso certero del arco y la flecha, y aprenderían a descubrir las huellas de los animales de caza.
Cazador de sombras
Cuando los klóketen fueron conducidos por primera vez a la Choza Grande, un tercer hombre los acompañaba. Concluida la lucha con los short, también a él Tenenesk entregó un kochil y le dijo: «Tú ya conoces estas cosas; ya fuiste un klóketen entre los yámana». Así habló Tenenesk a su amigo Martin Gusinde, el único hombre blanco presente en la ceremonia del de Hain de 1923. No era la primera vez que este forastero visitaba la tierra de los selk’nam. Sacerdote de la Congregación del Verbo Divino y antropólogo, había llegado a Chile en 1912, a los 26 años, para desempeñarse como profesor del Liceo Alemán de Santiago y contribuir con los más importantes centros de estudio del país. Atraído por el deseo de conocer a los últimos indígenas del extremo sur, encontró casualmente a Tenenesk y su grupo mientras acampaban en la cabecera del lago Fagnano el verano de 1919. Tras esta corta visita, Gusinde quedó en la memoria de los indígenas como Mank’acen o «cazador de sombras», el extranjero que insistía en retratarlos con su máquina fotográfica.
Con la esperanza de ser convidado a la ceremonia de iniciación, tal como Tenenesk había insinuado, a comienzos de abril de 1923 Gusinde los visitó nuevamente. Transcurrido casi un mes entre ellos, Tenenesk aún no se pronunciaba. Ante la insistencia de Gusinde, los hombres respondieron que la obligación de buscar alimento no les permitía el desarrollo ininterrumpido del programa del Hain. «Sólo somos pocos hombres», dijeron. Comprendiendo la magnitud del problema, Gusinde decidió ayudarles a juntar los viveres necesarios y les regaló trescientas sesenta ovejas que provenían de una estancia salesiana; además, se comprometió a entregar cada tres días y durante el transcurso de toda la ceremonia, tabaco y un peso argentino a cada familia.
Durante los dos meses que tomó el ritual en Tierra del Fuego, anotó, registró y fotografió todo. Como un iniciado, participó de las conversaciones sostenidas al interior de la Choza Grande descubriendo para el mundo el secreto de los sel’knam. Al calor del fuego, conoció el mito que narraba el origen del Hain, rito que además de iniciar a los klóketen, permitía preservar la sociedad patriarcal y mantener a las mujeres bajo el dominio de los hombres: En otra época y antes de la gran revolución, las mujeres, dirigidas por Luna, gobernaban a los hombres obligándolos a cazar, cuidar a los hijos y realizar tareas domésticas. Cada cierto tiempo, Luna resolvía celebrar un Hain para que las jóvenes fueran iniciadas a la vida adulta y también para que los hombres recordaran que los espíritus y las divinidades ran aliados indiscutidos del poder femenino. Para tales ocasiones, ellas personificaban los espíritus que surgían de las profundidades o que bajaban del cielo. Con este juego de simulación sometían a los hombres. En una oportunidad, Sol, esposo de Luna, descubrió el engaño al ver a dos mujeres despojándose de sus máscaras y haciendo mofa del miedo que ocasionaban a sus dominados. Indignado y sorprendido, confidenció su descubrimiento al resto de los varones y preparó junto a ellos una gran rebelión. Así fue como ellos se abalanzaron sobre las mujeres y mataron a todas aquellas que tenían la edad de conocer el secreto. Luna huyó al firmamento después de que su esposo le propinara duros golpes que le dejaron manchas en su cara, las que aún son visible durante las noches de luna llena. Sol la persiguió, sin poder alcanzarla hasta ahora; así nacieron el día y la noche. Cuando crecieron las niñas pequeñas que se habían salvado de la rebelión, los hombres celebraron su primer Hain.
La despedida
El 10 de julio de 1923 los hombres se agruparon y, formando una línea recta, abandonaron la Choza Grande, desplazándose a través de la pradera hacia el campamento. Las mujeres salieron alegres a recibirlos. La ceremonia había terminado. En los días previos, Martin Gusinde mostraba síntomas de escorbuto y anemia. Insistía a Tenenesk en su intención de cruzar la cordillera para llegar a la estancia Harberton -propiedad del misionero anglicano Lucas Bridges, a orillas del Canal Beagley luego regresar a Santiago de Chile. Según Tenenesk, era una locura impensable. Ni siquiera un selk’nam habría osado cruzar la cordillera en invierno. Gusinde, decidido, le anunció que Ton y Hotex estaban dispuestos a acompañarlo.
Inmensamente contrariado por la tozudez de su invitado, Tenenesk lanzó una última amenaza: «Una densa tormenta de nieve y un viento huracanado los sorprenderá. Si además perecen tus compañeros, entonces ¡ay de nosotros! ;Todos te haremos responsable sólo a ti porque no has querido escuchar mi advertencia! ¿No piensas ni en tu padre ni en tu madre que desean volver a verte? Tu obstinación me duele mucho. ¡Te lo advertí! ¡No nos volveremos a ver!» Gusinde inició rápidamente los preparativos para su viaje. Se despidió de cada uno, agradecido por la amistad y la confianza de sus amigos a quienes les prometió que regresaría. La travesía hacia la estancia duró cerca de seis jornadas. Cada momento recordaba las palabras de Tenenesk. El paisaje era desolado y gélido, y el día los abandonaba a su suerte tras pocas horas de luz. A poco de morir por enfriamiento y congelación, Gusinde y los sel’knam llegaron a destino.
Martin Gusinde jamás volvió a encontrarse con Tenenesk. Durante el invierno de 1924 éste murió junto a su esposa Kauxia y Arturo, víctimas del sarampión, mientras el sacerdote ya se encontraba en Viena iniciando su doctorado en etnología, antropología fisica y prehistoria. Akukiol y su esposo Halimink fallecieron cinco años después, afectados por el mismo mal. Martin Gusinde murió en Viena, a los 83 años de edad, habiendo publicado gran parte de los resultados de sus expediciones a la Patagonia austral.